Hace algunos meses, el mismo día
en que tuvo lugar el trágico atentado contra Charlie Hebdo llegó a las
librerías francesas el estremecedor –y en mi opinión clarividente- libro de M.
Houellebecq que lleva por título "Sumisión". Al final del libro, el
mediocre profesor universitario elevado a las más altas esferas de la política
francesa tras su conversión al Islam, publica un artículo en el que afirma que
el Islam está llamado a dominar el mundo, puesto que las civilizaciones
occidentales le parecían, a buen seguro, condenadas, y lo argumenta así: “el individualismo liberal podría llegar a
triunfar si se contentaba disolviendo las estructuras intermedias que eran las
patrias, las corporaciones y las castas, pero si atacaba a esa estructura última
que era la familia, y por tanto a la demografía, firmaría su fracaso final;
entonces llegaría, lógicamente, el tiempo del Islam”.
Tras los devastadores atentados
de noviembre en París, Europa parece caer en la cuenta de que nos hallamos en
estado de Guerra. Y comienzan las grandilocuentes declaraciones de ilustres
representantes de nuestra clase política, en mayoría de las cuales se apela a
la fortaleza democrática, a los “valores europeos” y a las libertades que
gozamos los europeos, que “no nos serán arrebatadas”. Alguno de la parte más a
la izquierda del espectro ha llegado a decir que al terrorismo se le combate
eficazmente sólo con más tolerancia y más libertad, declaraciones que causan
algo más que estupor.
Me ha hecho ilusión, sin embargo,
esa insistente alusión a los “valores europeos”, porque a estas alturas muchos
desconocemos cuales son o puedan ser.
La grandeza europea, lo que
constituyó su mejor aportación al humanidad, y que a la vez es la debilidad
principal de Europa a ojos de quienes quieren acabar con lo que representa, lo
dice también el citado personaje de Houellebecq desde su perspectiva de
defensor de la hegemonía del Islam en Europa: “La idea de la divinidad de
Cristo (…) era el error fundamental que ineluctablemente conducía al humanismo
y a los «derechos
del hombre»”.
Es su raíz cristiana la que ha dado su
grandeza y la vigencia mundial de su modelo a Europa. Son los valores del humanismo de raíz esencialmente
cristiano los que hacen reconocible a Europa y dan sentido a su misión en el
mundo. Por tanto, renunciar a ellos es garantía de descomposición, de
vulnerabilidad y de decadencia.
Y no otra cosa es lo que lleva
decenios haciendo Europa, sus políticos, sus ciudadanos y sus instituciones. El
feroz ataque a la familia, que encabeza de modo más palmario esta negación de
todo lo que desde siempre ha sido, está alcanzando cotas que nos aproximan a
un punto de no retorno: La consideración de que cualesquiera unión sexual de
dos personas es equiparable al matrimonio de hombre y mujer, la desvalorización
de la maternidad, considerada como un riesgo indeseable y una lacra para el
pleno desarrollo de la mujer, la disolución de las diferencias naturales de los
sexos y sus sustitución por un radicalismo «de género» que se fundamenta en que
masculinidad y feminidad son concepciones de origen social, la pavorosa lacra
del aborto intencionado, al que se intenta dar el carácter de derecho subjetivo,
el avance imparable de la cultura de la muerte, y tantos otros síntomas de agonía
de la idea de Europa.
Todo ello convierte a Europa en un
organismo doliente, herido de muerte y casi putrefacto. Ya casi no tiene nada
que ofrecer a nuestros jóvenes, más allá de un futuro lleno de Gadgets tecnológicos
y placeres de usar y tirar. En este mismo sentido, y en otro post anterior (http://www.joaquinpolo.net/2015/01/europa-huerfana.html),
con ocasión de otro atentado terrorista en Francia, escribíamos:
Como recordaba Benigno Blanco en su
Lección inaugural de Apertura de Curso en la UCAM el 12 de noviembre, “la civilización occidental [es] la más humanista que ha existido. Sólo
aquí, en Occidente, hemos descubierto e interiorizado la radical igualdad entre
los seres humanos; sólo aquí hemos construido el concepto de dignidad humana y
teorizado los derechos humanos; sólo aquí hemos creado todo un entramado
institucional para defender la libertad: el Estado de Derecho; sólo aquí hemos
sometido a criterios éticos los más radicales poderes del Estado como la pena
de muerte y la guerra; sólo aquí hemos erradicado la tortura y la esclavitud”.
Pero… ¿Estos principios siguen siendo
hoy los valores sobre los que asienta nuestra civilización occidental? ¿No nos
hemos ido encargando nosotros mismos, desde hace décadas, de vaciarlos de
contenido, de relativizarlos e incluso de oponernos a ellos, renunciando así a
nuestra propia esencia?
En la vieja, envejecida y esclerótica
Europa, víctima del pensamiento débil, ha dejado de tener sentido la apelación
a la verdad del hombre, y a un humanismo de raíz cristiana que supuso el
fundamento de los Derechos Humanos y de la consagración de la dignidad
inviolable de todo ser humano.
El
relativismo, con su renuncia al uso de la razón para descubrir la verdad, ha
sumido al hombre occidental en un pozo de miedo y de soledad. Los jóvenes
europeos que se ven lamentablemente seducidos por los movimientos radicales
islamitas posiblemente lo sean por la aversión a caer en el nihilismo. Los
asesinos de París –jóvenes esencialmente- no eran una excepción. Porque, como
se ha visto, “cuando prescindimos de Dios emprendemos una oscura senda en la
que toda degradación es posible”, en palabras de Carlos López Díaz”.
Imagen: http://blogs.ucv.es
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