sábado, 30 de noviembre de 2013

¿Un mundo feliz?



[...] es una trampa mortal para cualquier sistema democrático transformar los deseos en necesidades, las necesidades en derechos, y los derechos, a poder ser, en derechos humanos para que nadie los pueda cuestionar”.
Joseba Arregui. (Exconsejero del Gobierno Vasco). El Mundo, 25/11/2013.

Vivimos en unos tiempos en los que todo el mundo reclama sus derechos, pero sin embargo comienzan a existir palabras de alguna manera proscritas por la dictadura de lo “políticamente correcto”. Algunas de ellas son deber, esfuerzo, autoridad, disciplina, o hasta responsabilidad.

Nos recuerda Janne Haaland Matlary, en su magnífico ensayo Derechos humanos depredados. Hacia una dictadura del relativismoque "hubo de recorrerse un largo camino hasta que los juicios de Nurembreg instituyeron la dignidad humana como valor supremo, por encima de la política y la Ley, pues situar los derechos humanos por encima de la política y la Ley tiene una gran importancia internacional". Consecuencia de esta consideración fue la Declaración Internacional de los Derechos Humanos, la cual es consecuencia de una antropología concreta, de una determinada concepción del Ser Humano.

Pero considerar los derechos humanos como concepto pre-político supone introducir en el debate el objetivismo jurídico, es decir, la ley natural, concepto despreciado por los adalides de la modernidad, pues hoy hay que aceptar sin reservas, como lo más moderno y progresista, el positivismo jurídico (a pesar de que, como recuerda Francisco José Contreras, en Liberalismo, catolicismo y Ley natural es un concepto que tiene ya varios miles de años, y puede remontarse hasta la concepción aristotélica de lo “justo legal” en contraposición con lo “justo natural”). Pero hasta el filósofo del derecho socialista Elías Díaz (que, en su libro De la maldad estatal y la soberanía popular sitúa el concepto de “derecho justo” exclusivamente en la “no-violencia y la no-discriminación”) reconoce que hay base para situar la justificación de ello en una "razón ética, es decir, iusnaturalista", pero anima a continuación a superar tales "distorsionantes residuos iusnaturalistas".

En realidad, esta extensión inusitada de los derechos humanos no hace más que diluir su concepto, y tiene su fundamento último en que ya no se sabe qué es el ser humano, no se admite la existencia de una naturaleza humana. La mentalidad contemporánea, relativista y subjetiva, está reñida, como advierte Matlary, con la idea de que "tal naturaleza humana exista y, aún más, de que pueda conocerse a través de la razón".

Por eso, hemos podido leer últimamente en la prensa la reacción indignada de algunos padres de alumnos de un instituto en el que la policía llevó a cabo un registro, tras ser solicitado el mismo por la dirección del centro por la sospecha fundada de que entre los alumnos se trapicheaba con droga.

El buenismo o el infantilismo de nuestra sociedad explica muy bien este hecho, nadie asume responsabilidades, todos somos buenos, benéficos y la venta de droga en los pasillos del instituto es un hecho aislado, por lo que no se puede criminalizar a todos los alumnos… Claro, los niños no podían contemplar cómo existe una ley, unas normas que impiden que se comercie con droga en el propio instituto, que existen fuerzas de seguridad que deben garantizar la aplicación de la ley… muy duro, demasiado duro…

Sin poderlo evitar, esto me ha hecho recordar a Aldous Huxley y su Mundo Feliz. En la pavorosa sociedad que describe, donde los individuos son producidos en granjas y su destino predeterminado desde antes de nacer, se utiliza un medio de control muy efectivo, que no es otro que la inmediata satisfacción de cualquier necesidad. A ello se le añade la destrucción de la familia y la generalización del consumo de drogas. Desde muy pequeños, los niños, que nacen sin una familia y sin el referente paterno y materno, son entrenados en el juego erótico. Se trata de que ninguna necesidad quede sin satisfacción inmediata. Veamos este diálogo entre Mond, el Interventor General y “el salvaje”:

-Pero la civilización industrial sólo es posible cuando no existe autonegación. Es precisa la autosatisfacción hasta los límites impuestos por la higiene y la economía. De otro modo las ruedas dejarían de girar.
-¡Tendrían ustedes una razón para la castidad! -dijo el Salvaje, sonrojándose ligeramente al pronunciar estas palabras.
-Pero la castidad entraña la pasión, la castidad entraña la neurastenia. Y la pasión y la neurastenia entrañan la inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización. Una civilización no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios agradables.

En una sociedad esclavizada por la predeterminación y el condicionamiento, la no satisfacción inmediata de cualquier deseo es extremadamente peligrosa. Fijémonos ahora en el diálogo entre la bella Lenina y el "Alfa+" Bernard, un espíritu libre (es decir, defectuoso en aquella sociedad):

“¿Por qué no puedo decirlo? O, mejor aún, puesto que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no me hallara esclavizado por mi condicionamiento?
-Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.
-¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
-No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.”
(…) Quiero probar el efecto que produce detener los propios impulsos, le oyó decir. Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.
-No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy -dijo Lenina gravemente.


Nos suena a todos todo esto, ¿verdad?, y ya vemos hacia donde nos conduce: hacia una sociedad de animalitos contentos, en apariencia, que necesitarán “las vacaciones del Soma”, es decir, el escape de la realidad mediante la perdida de la conciencia (es decir, la droga) en cuanto empiecen a vislumbrar que han dejado de ser personas.

Imagen: http://wishwinkwish.blogspot.com.es

viernes, 15 de noviembre de 2013

Queremos la vuelta del Matrimonio


Algunos de nosotros defendemos la existencia del matrimonio como institución regulada jurídicamente. Pero esa regulación jurídica debe reconocer y respetar sus notas esenciales, es decir, su estabilidad, especificidad para la unión hombre-mujer y apertura a la vida. Quienes esto defendemos, basándonos en un sinfín de razones, de las que continuamente damos cuenta, no imponemos, sin embargo, nada a nadie, sino que luchamos por reflejar en las leyes la más justa regulación que estamos convencidos ayuda al bienestar social, la felicidad personal y el bien de los cónyuges y los hijos. Es decir, razonamos nuestra propuestas y apelamos a nuestra capacidad de convencer a la mayoría en libertad.

Es decir, que hacemos lo contrario de lo que hacen aquellos que apoyan y justifican la desaparición legal del matrimonio en España a partir (fundamentalmente) de las leyes de 2005. Esa regulación civil, que de modo patente es reflejo de una determinada ideología, se nos ha impuesto a todos, obligándonos a comulgar con ruedas de molino, como seguidamente se verá.
Ya no existe en España aquella realidad a la que durante miles de años, en todos los lugares del mundo y en todas las culturas, se ha conocido como matrimonio. Pero… ¿Es posible solucionar esta pérdida sin imponer nada a nadie?
Claro que lo es: bastaría con modificar el código civil introduciendo un nuevo contrato matrimonial, al que voluntariamente podrían acogerse las parejas que así lo desearan, y que incorporara las notas de heterosexualidad e indisolubilidad, o al menos la no “libre disolubilidad”. Y que hiciera obligatoria alegar una causa tasada para impugnar la unión, y la existencia de un tiempo de “reflexión” –en su caso, con separación de cuerpos- antes de llegar a la ruptura del vínculo.
Esto ya se intentó en Chile –sin éxito, bien es cierto- hace diez años. En la Revista Chilena de Derecho, Vol. 29, de 2002, se publica un interesante trabajo de Hernán Corral Talciani, doctor en Derecho, que se titula Claves para entender el Derecho de Familia contemporáneo.
En él defiende el autor una idea muy interesante, que intentaré resumir: El auge del movimiento divorcista a partir de 1969 supuso la aparición del llamado divorcio-remedio (es decir, sin causa) a costa del divorcio-sanción (es decir, con causa, y generalmente una causa grave). Ello supuso “liberar al matrimonio del cumplimiento de deberes”: ya sólo cuenta la afectividad y la espontaneidad (es decir, no existen deberes). “Las consecuencias de esta manera de concebir el divorcio y el matrimonio son reconocidamente devastadoras en el plano económico-social”, aunque son [todavía] “más incisivas en la forma de comprender jurídicamente el matrimonio y la familia”.
Y aquí precisamente encontramos la idea que me parece reseñable: el matrimonio ha quedado completamente desdibujado, acercándose a las uniones de hecho, ya que “el consentimiento de fondo para generar un matrimonio y el que da vida a un concubinato se han identificado (…) pues en ambos supuestos lo único jurídicamente relevante es la voluntad de ‘vivir juntos’ hasta que uno no quiera seguir conviviendo con el otro”.
Esta disolución de las notas que ancestralmente han caracterizado al matrimonio va de la mano del intento de acabar con la rancia y excluyente “familia tradicional” en aras del modelo abierto e inclusivo de los “diferentes tipos de familia”. En realidad, lo que se intenta es que familia matrimonial sea sustituida por otro modelo: “la unión de ‘dos iguales’ entre los cuales no hay más que afectividad e intercambio sexual, sin ninguna referencia necesaria a un compromiso ni a la fundación de un hogar apto para recibir a los hijos”. Esta postura, dice el autor, es “al menos tan excluyente e impositiva como la que ellos denuncian” y ello por la aplicación obligatoria de la cláusula de divorcio, que se impone a los que desean la indisolubilidad del vínculo.
Recuerda, por último, Hernán Corral que “las leyes del ‘divorcio-remedio’ no admiten que las parejas que quieran casarse de por vida lo puedan establecer por acuerdo expreso al momento de contraer el vínculo. En Chile, la posibilidad de que se pacte un matrimonio indisoluble fue discutido en la Cámara de Diputados cuando se aprobó el proyecto de ley de matrimonio civil con divorcio que ahora se estudia en el Senado (Boletín Nº 1759-18). Ninguno de los parlamentarios que estaba de acuerdo con el divorcio se avino a condescender siquiera en otorgar el derecho para que los cónyuges pudieran, si así lo decidían, casarse indisolublemente (la votación de esta norma fue rechazada por 53 votos contra 31)”.

Es decir, que haber regulado el matrimonio de modo mimético a las uniones afectivas es una imposición – de corte ideológico -, por lo que cabría exigir la existencia de la posibilidad de optar por contraer un auténtico matrimonio.

Publicado en paginasdigital.es (http://www.paginasdigital.es/v_portal/informacion/informacionver.asp?cod=4986&te=246&idage=9063&vap=0)


lunes, 11 de noviembre de 2013

El matrimonio, la forma y el Derecho


Hace pocos días, el Foro Español de la Familia hacía pública una Nota de Prensa en la denunciaba la  privatización de las formas de origen y finalización del matrimonio anunciada hoy por el Gobierno. El motivo de esa denuncia era que, en el anteproyecto de ley de jurisdicción voluntaria, se establecía la posibilidad de que puedan celebrarse matrimonios y formalizarse divorcios ante notario, equiparándose así a efectos formales, el matrimonio a cualquier otro contrato.

Es decir, que casarse puede quedar equiparado a efectos formales, a constituir entre dos amigos una sociedad en comandita para la explotación, por ejemplo, de una churrería: se acude al notario, se eleva a escritura pública y después se inscribe ésta, junto con los estatutos, en el Registro mercantil.

Dicha medida se plantea cuando el matrimonio ha perdido ya en España, desde las leyes de 2005, todo lo que le hace reconocible (unión de hombre y mujer, con pretensión de estabilidad, obligación consecuente de fidelidad mutua, búsqueda de la prole y búsqueda del bien común). Muestra de ello es la lamentable manera con la que nuestro Tribunal Constitucional, en sentencia de 6 de noviembre de 2012, intenta definirlo: Comunidad de afecto que genera un vínculo, o sociedad de ayuda mutua entre dos personas que poseen idéntica posición en el seno de esta institución, y que voluntariamente deciden unirse en un proyecto de vida familiar común, prestando su consentimiento respecto de los derechos y deberes que conforman la institución y manifestándolo expresamente mediante las formalidades establecidas en el ordenamiento.

A esto se le pretende añadir ahora el despojo de sus formalidades. Lo cual revela un profundo desconocimiento de las realidades jurídicas, por un lado, y de la naturaleza humana, por otro.

En lo que hace al primer aspecto, bastará recordar aquí al Maestro de juristas Pablo Fuenteseca, quien tras recordar que el ius civile hereda la rigidez y solemnidad del ritualismo religioso, pues el rito y el formalismo tienen un valor de origen sacral, llega a afirmar que “la noción misma de ius quizá haya que verla como actuación humana ritual”. Por ello, la conexión entre el derecho y la forma jurídica es estrecha y crucial. Las relaciones jurídicas necesitan revestirse de determinados formalismos para ser reconocibles y por tanto, eficaces.

Pero es que, además, el hombre, ser social, necesita del rito, de la formalidad, de la acción externa reconocible para actuar en sociedad. Y especialmente en los momentos en que han de adquirirse obligaciones futuras, compromisos firmes o cuando llega el tiempo de construir una relación duradera con un semejante. El matrimonio es, por tanto, un instituto especialmente necesitado de adoptar un formalismo unívoco, reconocible por todos y en todo tiempo y lugar.

Las bodas han sido desde siempre un momento de fiesta por excelencia, el día en que la vida se renovaba, y en que sólo interesa hacer felices a los que van a consagrarse mutuamente sus vidas. Por eso han sido objeto y son en la actualidad, a pesar de todo, objeto de una larga preparación, en la que se invierte mucho tiempo, esfuerzo y dinero.

Mi sabio amigo José Javier Rodríguez (que escribe un magnífico Blog: www.tribunasalamanca.com/blogs/perspectiva-de-familia) me cuenta algunos ejemplos de lo que él llama banalización de las formas del matrimonio:

1.- Mi prima se casó por lo civil un martes, como la celebración eres el sábado siguiente, contrataron a unos actores para que simularan el "acto" del contrato de matrimonio en uno de los salones del hotel.
2.- Este verano estuve en Las Caldas y, los que conocéis el lugar, sabéis que tienen unos jardines para celebrar bodas... Los "novios" como "rito" escenificaron (con escalera, muro, flores y alpacas) un pasaje adaptado de Romeo y Julieta.

Yo mismo (y casi todos nosotros, con toda seguridad) somos testigos de que la celebración civil del matrimonio, la escueta “ceremonia” ante el juez, el alcalde o el concejal, no colma la necesidad de que celebrar una verdadera fiesta  que se convierta en el momento central de ese día tan especial con el que la pareja comienza una nueva vida, totalmente distinta a la anterior, porque surge en sociedad una nueva familia.


Acontecimiento tan trascendental debe tener una solemnidad que lo haga distinto a todo. Y esta necesidad me parece tan radicalmente humana, tan evidente y fácil de entender que ignorarla supone un olímpico desprecio a la naturaleza humana.

Un año en la División Azul.

Transcribo a continuación el artículo que publiqué recientemente en el número 743, junio 2021, de la revista mensual BlauDivisión, Boletín d...