Comenzaré diciendo que a esta
hora de la noche –son las once y cuarto- uno no tiene ya la mente lo
suficientemente lúcida o mínimamente despejada como para poder escribir algo
medianamente aceptable, por eso me atrevo a apelar desde ya a la indulgencia
del amable lector. Por otro lado, disto mucho de ser un experto en materia educativa, de la que de alguna manera voy a tratar en el presente post;
soy más bien un ignorante, por lo que de nuevo suplico clemencia.
Soy padre de cuatro hijas en edad
escolar, la mayor universitaria y las restantes en distintas etapas de nuestro
sistema educativo. Conozco, eso sí, lo que estudian, lo que les enseñan y lo que
de una manera u otra van aprendiendo. Y es más bien poco, o cuanto menos, saben
a su edad mucho menos de lo que nosotros sabíamos a sus años.
Hace unas semanas, al ir a
recoger a mi tercera hija -14 años, tercero de ESO- al colegio, observé una
escena que me hizo pensar. Mientras sus compañeros salían alborotadamente de clase, uno de ellos, estaba plantado en la misma puerta de clase, con las manos en los
bolsillos y la mochila a la espalda, dando estentóreos gritos para captar la atención de la profesora que acaba de impartir la última clase del día: “Mercheeeeeee,
Mercheeeeeee…”. Ella, ignorando por completo al vociferente chaval, conversaba ante su mesa con otros alumnos. Este jovencito iba, naturalmente, ataviado con el uniforme
adolescente (vaqueros caídos, zapatillas deportivas, sudadera, capucha puesta y
prenda de abrigo corta por encima…).
Pensé que hubiera sido una escena
inimaginable cuando yo iba a primero de BUP, con catorce años, allá en los
lejanos setenta del pasado siglo. Y seguí pensando que el grave problema
educativo que padecemos en España no se arreglará hasta que recuperemos dos
sencillas cosas: Primero, que los alumnos se dirijan siempre de usted a sus
profesores y estos jamás tuteen a sus alumnos. Segundo, que los alumnos se pongan
en pie cuando el profesor entre a clase y no se sienten hasta que no lo haga
aquél.
Estos gestos de educación,
respeto y reconocimiento de la autoridad y de la necesaria desigualdad
situacional de alumno y profesor (necesaria en cuanto a la función de cada uno
en el sistema educativo, completamente diferente, uno enseña y el otro aprende)
me parecen enteramente imprescindibles hoy, y siempre. Si se quiere son
anecdóticos, pero pienso que esas anécdotas son bien expresivas de la
diferencia entre lo que es (desprestigio y desmoralización de la profesión
educativa, con las consecuentes deficiencias formativas en nuestros educandos) y lo que debiera ser una institución en la que se forma a nuestros jóvenes.
Pero la desautorización que
representa el irrespetuoso trato igualitario que se dispensa al profesorado en
la España de hoy, es la expresión de un sistema social en el que el principio
de autoridad de disuelve como un azucarillo en un vasito de aguardiente, en
todos los órdenes de la vida, un sistema en el que los actos lesivos al
patrimonio común, a la propiedad privada, al orden público, al respeto a las
instituciones comunes y a los símbolos que nos representan a todos, están a la
orden del día, y en la casi totalidad de los casos quedan completamente impunes,
un sistema en el que a nuestros mayores se les desprecia, ridiculiza y
arrincona. Una sociedad y un sistema en el que el victimismo se alza como la
actitud propia de ciudadano, en el que todos creen tener derechos pero jamás
deberes, y en el que siempre se trata de hacer responsable a otro de los
problemas o padecimientos propios.
En este sentido, dice Jacques
Philippe (en Llamados a la vida, libro
de lectura absolutamente imprescindible)
que le asombra “el hecho de que,
en la evolución de su cultura, el
hombre occidental tiende cada vez más a situarse en una actitud de víctima.
Pasa el tiempo quejándose, exigiendo y reivindicando. (…), cualquier sufrimiento
se vive como una anomalía, es decir, como una injusticia. Se rechaza cualquier
sufrimiento, se sueña con una vida de gratificaciones permanentes, sin dolores
y sin luchas. Cada vez que alguien se enfrenta a una prueba, busca a quien
acusar, a quien endosar la responsabilidad del problema (…)”.
Estamos haciendo de nuestros
jóvenes unos seres incapaces para enfrentarse a las dificultades de la vida,
unos jóvenes que vivirán en un estado de infantilismo perpetuo. Sonrío cada vez
que oigo en los medios de comunicación decir que estamos ante “la generación
mejor preparada de nuestra historia”, pues pocas veces tendremos ocasión de oír
sandez mayor.
Imagen: http://es.paperblog.com/maestros